jueves, 18 de junio de 2009

Buenos Aires se arrodilla ante la muerte

Oleo: Juan Manuel Blanes. Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires


A comienzos de la década de 1870, Buenos Aires albergaba tres niveles de organización política: era municipio regido por una Comisión Municipal; Capital de la Provincia de Buenos Aires donde residía el gobernador y sede del Gobierno nacional. Todo esto derivaba en la existencia de un alto número de funcionarios administrativos. La inmigración había comenzado. En esos momentos los “gringos” superaban a los habitantes criollos y, si bien la ciudad tenía pretensiones estéticas el contrapunto era el tema de la salud pública.

Se carecía de obras de salubridad, las calles y los terrenos se rellenaban con basura; las aguas del Riachuelo estaban infectadas con los residuos de los saladeros, sólo en Barracas había más de 15. La población bebía el agua de los pozos de la primera napa absolutamente contaminada y, vivía en los conventillos en medio de la promiscuidad y la miseria.

En este cuadro de situación el 27 de enero de 1871 los doctores Tamini, Larrosa y Montes de Oca fueron llamados al barrio de San Telmo para que diagnosticaran en tres casos de fiebre que se habían dado en un conventillo. El fallo fue unánime: fiebre amarilla. Tamini que era miembro de la Comisión Municipal, lo informó en reunión secreta con el objeto de retacear la información para que no cundiera el pánico. Pero como los casos continuaron en ligero aumento, la cuestión se convirtió en debate de prensa. Era una enfermedad exótica para Buenos Aires, motivo por el cual hasta los legos opinaban. La Comisión Municipal no quería suspender los festejos del carnaval que eran casi sagrados; y el pueblo, para olvidar, celebró entre corsos y comparsas. Fue necesario que a comienzos de marzo la fiebre matara a 40 personas por día y que el mal, democráticamente abandonara el barrio de los conventillos para llegar hasta el Socorro, para que se prohibieran las fiestas populares del entierro del carnaval. Confirmada la realidad gobernados y gobernantes no supieron que hacer.

La consigna fue la huída.

Todo el que tenía medios abandonó la ciudad hacia los pueblos de Flores, Belgrano, Adrogué, San Fernando; barrios enteros se vaciaban. En abril quedaba apenas 1/3 de la población de la urbe. Sarmiento que era presidente de la nación, huyó en un tren especial escoltado por 70 personas; lo siguieron Alsina y todos los ministros nacionales, todos los funcionarios públicos. De 160 médicos con que contaba la ciudad del puerto, solo 50 lucharon día y noche contra el flagelo. En plena acefalía el periodismo convocó a un “meeting”, alguien tenía que asumir la responsabilidad de combatir la epidemia. Apareció así la “Comisión Popular de Salubridad” que se multiplicó milagrosamente, coordinando los medios disponibles al servicio de esa especial batalla.

Entre sus miembros vale mencionar al Dr. José Roque Pérez y al Dr. Manuel Argerich, que dejaron sus vidas en la asistencia a sus semejantes; a Carlos Guido y Spano, Lucio V. Mansilla, Aristóbulo del Valle que con 23 años representaba al diario “El Nacional”, a José C. Paz de 28, fundador de La Prensa y a aquél Bartolomé Mitre de 25 años, por La Nación, entre otros.

Las medidas fueron rigurosas. Cerraron las oficinas nacionales, todas las instituciones: escuelas, bancos, Bolsa, aduana, Tribunales e industrias. Se prohibió la realización de ceremonias religiosas, los espectáculos y reuniones públicas; se devolvían los inmigrantes que llegaban. La mortandad fue en aumento, el 9 de abril se superaron las 500 víctimas. Sobre Buenos Aires se abatía una plaga comparable a las siete de Egipto: el puerto cerrado, la ciudad puesta en cuarentena por las provincias y países limítrofes.

Fue la única oportunidad en que se llegó a recomendar el abandono total de la metrópoli.

Se agregaron para eso vagones en ferrocarril, se construyeron viviendas provisorias en San Martín, Merlo, Moreno.

Los enfermos eran tantos que los hospitales no daban abasto.

De urgencia se construyó el Lazareto San Roque, hoy Hospital Ramos Mejía; se arrendaron el Hospital Italiano y otros. Sin embargo la mayoría de los enfermos quedó sin asistencia. Los carros fúnebres también fueron insuficientes, siendo completados con los carros de basura, en los que se amontonaban los cadáveres para su traslado al cementerio. Se enterraba con tanto apuro para evitar el contagio; que ocurrió el horror de enterrar gente que aún no había muerto. Los cementerios de La Recoleta y Del Sur (hoy Parque Ameghino) se colmaron, por lo que se compran 7 hectáreas de la “Chacarita de los colegiales” para enterratorio, construyéndose un ramal de ferrocarril para el acarreo de los cuerpos, que, con esa característica macabra, fue único en el mundo.

A partir del 13 de abril la epidemia pareció mermar por lo cual se produjo el regreso masivo; pero los que esperanzados retornaban se encontraron con un súbito recrudecimiento del mal. Hubo que esperar hasta mediados de mayo en que comenzó a ceder; el 2 de junio fue el primer día en que n se produjo ningún fallecimiento por fiebre amarilla luego de seis meses de agonía.

Fueron 13.614 las muertes; de todas las corporaciones profesionales, el clero fue el más castigado. Cumplieron su labor llevando auxilio a las víctimas que inclusive eran abandonadas por sus familiares. De las nacionalidades, la más diezmada fue la italiana.

La ciudad que se recuperaba era otra, la gente también; el duelo era general. Los niños huérfanos fueron tantos que hubo necesidad de fundar un nuevo asilo. Quienes habían sido prósperos quedaron en la ruina, por la caída de las ventas a cero nadie cumplía con las obligaciones de pago, se incrementaron los suicidios, el alcoholismo, la delincuencia, las enfermedades nerviosas. Las familias se habían disgregado pero todos tenían una herencia que reclamar; hubo una explosión de pleitos. Durante la epidemia algunos “valientes que no le temían a la fiebre” se habían dedicado a adulterar testamentos, otros habían lucrado revendiendo pasajes a los pueblos aledaños, hubo quienes aprovecharon el abandono y la muerte para el saqueo.

En medio de tanta corrupción, el Dr. Eduardo Wilde, de 27 años, recorría los conventillos de San Telmo prestando sus servicios médicos a quienes lo necesitaran. En su marcha por la calle México oyó un gemido que le costó identificar; ingresó a una casa deshabitada y a medida que avanzaba el lamento se oía más intensamente, ene. Fondo encontró a una persona desvanecida, abandonada por todos, salvo por su perro que pedía auxilio. Wilde logró salvar esa vida, porque se conjugaron allí dos fidelidades: el desinteresado amor del perro por su dueño y la del médico hacia su profesión.

No está de más a tantos años, el reconocimiento a los hombres, que integraron la Comisión Popular, por el ejemplo que brindaron al tomar con valor el timón de Buenos Aires cuando ésta navegaba a la deriva
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© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna
Versión para internet del artículo publicado en marzo de 1994




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