domingo, 18 de octubre de 2009

El Pacará de Segurola

Foto: Periódico Boedo 15 de julio de 1939




En la esquina de Puán y Baldomero Fernández Moreno, a metros del parque Chacabuco, había un árbol cuando no existían calles, sólo un gran quinta con una casona colonial donde, infatigable, el deán Saturnino Segurola luchaba salvando vidas, con la aplicación de la vacuna antivariólica.

En aquellos tiempos esta mansión pertenecía a Romualdo Segurola, hermano del deán; con el correr de4 los años se la conoció como “la quinta de los Segurola”, “La quinta de los Letamendi” y “La quinta de la vieja”. El árbol en cuestión era un pacará, que se convirtió en una reliquia, “fundiéndose al nombre del deán”, para llamarse “el pacará de Segurola”.

Durante siglos la viruela fue un azote para la humanidad, hasta que Jenner descubrió la vacuna que tantas vidas salvaría. El 1803 Carlos IV envía una expedición a sus colonias; el Dr. Francisco Javier Balmis era su comandante científico. Parte de La Coruña con 22 niños a bordo, de los que se obtendrían las cepas para el antídoto. Este itinerario, muy largo, se extendió por Centroamérica y América del Sur, donde la expedición se divide en dos rasmas. Una de ellas, guiada por el Dr. Balmis, vacuna a amigos y enemigos de España en Oceanía, Asia y África; ambos grupos se reúnen en Buenos aires donde el deán toma contacto con ellos, convirtiéndose en el primer propagador de la vacuna en el país. Sosteniendo a su costa por más de veinte años esta tarea. Cuando en 1806 Balmis regresa a España, fue el deán quien heredó la heroica misión de luchar contra el miedo de la gente y el desinterés de los médicos que se resistían a aprender sobre el uso y conservación de la misma. Fue facultado por el Cabildo para publicar sus beneficios disponiendo de la fuerza pública para forzar su aplicación.

Si bien el Dr. Saturnino Segurola privilegió esta obra es de destacar que tuvo un preocupación enciclopedista que quedó reflejada en los caros que ocupó y las actividades que desarrolló; por ejemplo fue director de la Biblioteca Pública, director general de Escuelas, organizador de la Beneficencia Pública; poseyó grandes conocimientos sobre botánica, ciencia por la que tuvo gran afición, amén de su amor por la historia, siendo el primer coleccionista de manuscritos del país. La generosidad con que se ponía a disposición de los demás su colección, le valió el elogio de los hombres de letras del país y del extranjero.

A la sombra de ese hermoso pacará, Segurola vacunaba a los vecinos de esos parajes, y terminada la jornada seguían las tertulias en las que participaba conocidas personalidades de la época, entre ellos el General las Heras, cuñado de Romualdo Segurola.

En 1830 la labor de este benefactor se interrumpe. Los Letamendi, herederos de Romualdo toman posesión de la propiedad. En 1839 el pacará asiste al embargo de la quinta y su ocupación por las tropas rosistas, siendo esto represalia por la participación de su dueño en la “Revolución del Sud”. Para aquel entonces, este hermoso árbol de flores blanco verdosas, originario del nordeste argentino ya tenía unos 50 años.

Transcurrió el tiempo. Desaparecieron las quintas del sur y se abrieron calles.

En la esquina Noreste de la intersección mencionada al comienzo, el pacará quedó en una pequeña plazoleta sobre un terreno expropiado por la municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, cuando en 1946 se lo declaró Monumento Histórico nacional.

En 1914 la Sociedad Forestal Argentina había colocado una placa conmemorativa; en 1932 el Partido de Salud Pública de Genaro Giacobini, coloca una segunda. Como es común en estas latitudes, en 1943 se denuncia que este testimonio viviente de nuestra historia no tiene una placa alusiva. En la actualidad pueden leerse dos bronces: uno donado por la Asociación de Fomento de Parque Chacabuco Oeste al cumplirse el 94 aniversario de la muerte de Segurola y, reaparecido la del Dr. Giacobini.


Foto: Periódico Boedo 15 de septiembre de 1940 Tomada el año anterior en ocasión de declararse al Pacará Monumento Nacional Histórico. En ella se aprecia al Senador Dr. Alfredo Palacios y al Dr. Genaro Giacobini entre otros.


¿Dónde quedó la placa de la Sociedad Forestal Argentina de 1914?

En 1980 una publicación de Municipalidad de Buenos Aires, nos daba cuenta del buen estado de salud de este ejemplar de 17 metros de altura y más de 3 metros de circunferencia de tronco. Aunque se conservan la plazoleta, los bronces decorativos y el cerco que lo rodeaba, hace apenas unos años, el árbol murió de ancianidad. El joven pacará con que quisieron reemplazarlo no tuvo coraje de empañar la memoria de su antecesor; seguramente no soportó el peso de tal responsabilidad: también murió. Un vecino de Fernández Moreno y Hortiguera nos informa que los habitantes del barrio conocían muy bien la historia de este árbol que era visitado por gente de otros lugares.

El blanco cerco tan cuidado, que rodea un vacío, impresiona notablemente; el vacío no es tal; de alguna manera la obra de Segurola y su Pacará, sobrevivirán a la mudanza de los tiempos.


© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.

Versión para Internet del artículo publicado en enero de 1994

*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

Asistencia Pública en Buenos Aires


La historia de los primeros auxili0s en Buenos Aires
se remonta a la época colonial enl que
ya preocupaba a los gobiernos,
según se comprueba por documentos
de hace más de dos siglos



La historia de los primeros auxilios en Buenos Aires se remonta a la época colonial, en la que ya preocupaba a los gobiernos, según se comprueba por documentos de hace más de dos siglos. Como estos no contaban con elementos suficientes para sostener y dirigir al pequeño hospital llamado “Santa Catalina”, ubicado en la calle México 346, de hombres y único con que contaba la ciudad, fue puesto bajo la dirección de los padres Bethlemitas (orden creada en Guatemala por un misionero canario llamado Pedro de Betancourt, nacido en 1619 y desaparecido en 1667)

El procurador de estos religiosos hacia el año 1770, solicitó al rey le concediera el traslado del hospital a un lugar más amplio y cómodo, que el aumento de la población exigía. Dicho permiso fue concedido por Real Cédula el 26 de mayo de 1795, autorizando trasladar el hospital al “Colegio de la Residencia” (Humberto Primo 378, Residencia de los Padres Jesuitas). Se enumeraba entre las razones principales de la concesión, la mayor amplitud del local que permitía ubicar hasta 200 camas, la solidez de la construcción y, la separación de sus salas, para aislar enfermos contagiosos.

Entre las condiciones que impone el rey, según consta en el manuscrito nro. 5584, rotulado “Providencia de la Junta de Temporalidades” (Biblioteca Nacional), Deberían instalar un Hospital de Primeros Auxilios para atender “a aquellos enfermos de primera sangre y, de otras agudas e instantáneas enfermedades que necesitan prontos auxilios y, no pudieran ser llevados inmediatamente al Hospital General.

Especificaba, además, que esos “hospitalitos”, deberían considerarse provisionales, sin que se transformaran en enfermería permanente, convento ni noviciado; que los enfermos allí atendidos se trasladarían, dentro de los tres días, al Hospital General. En el lugar tampoco se podría mantener iglesia, capilla ni oratorio; serían atendidos por cuatro religiosos provistos de botica, vendas, hilos e instrumenta quirúrgico.

Pasado el tiempo, leemos en la Memoria Municipal de 1876: ““En medio de la suntuosidad y lujo de los edificios públicos que hace gala la ciudad de Buenos Aires, contrasta notablemente la pobreza de sus hospitales, que no son otra cosa que edificios ruinosos e inadecuados, a punto de que se puede, sin exageración, asegurar que no existe en ella uno sólo que reúna las condiciones que la ciencia requiere en los destinados a establecimientos de esta clase”.

Para el lector desprevenido lo anterior suena absolutamente actual, más adelante agrega: “Increíble parece que en el tiempo transcurrido desde octubre de 1872 en que las Honorables Cámaras dictaron una ley votando fondos para la construcción de un gran hospital de hombres, no se haya hecho hasta el presente otra cosa que llamar a concurso para la presentación de planos”.

Recién en 1883, el Doctor José María Ramos Mejía, funda la Asistencia Pública, en dos galpones de madera, que habían usado como lazareto durante la epidemia de cólera en 1867, llamado Lazareto San Roque . A partir de 1914 se llamó Ramos Mejía y en 1927 se lo remodeló aumentando su capacidad.


En 1897, bajo la administración del Dr. Telémaco Susini, se organiza el Servicio Público Permanente, que consta de una Casa Central, ubicada en la calle Esmeralda 665 (Hoy Plaza Roberto Arlt), con seis médicos, seis practicantes mayores y dieciocho menores y; Hospitales Vecinales, con un médico director y dos practicantes internos.

Fue en 1907, bajo la dirección de los Doctores José María Penna y Eduardo Madero, cuando la Asistencia Pública se ordena definitivamente.

En ese momento la ciudad contaba con siete hospitales generales: San Roque, Rawson, Álvarez, Fernández, Pirovano, Tornú, Argerich. Además, ocho Hospitales Vecinales o Casas de Socorro: José María Bosch (en Garay 3232, San Cristóbal); San Carlos (en Río de Janeiro 302, Caballito), Nueva Pompeya (en Caseros 3450, Boedo), Villa Devoto (en Fernández 4410), Santa Lucía (en General hornos 1787, Barracas), Liniers (en Mataderos); San Bernardo (en Malabia 1161, Palermo) y Las Heras (en Arévalo 2161, Palermo).



En el Servicio de auxilio domiciliario o callejero, se ensayó para esa época, la ambulancia automóvil, pero en la práctica fue mejor la tracción a sangre. En primer lugar porque estas máquinas no habían llegado al grado de perfeccionamiento que ofreciera garantías, “Quedando a veces descompuestas en mitad de un primer auxilio, siendo necesario pedir otro a caballo a la Casa Central”. Segundo porque a causa del tránsito la velocidad que desarrollaba un automovil, no era mayor que la que ofrecía la tracción a sangre. Tercero la falta de adoquinado en la mayor parte de las calles barriales, hacía imposible su circulación en los días de lluvia. Y por último, el precio muy elevado de los automóviles.

Una ambulancia con llantas de goma y, tracción a sangre, era sumamente liviana. Con un solo caballo, recorría toda la ciudad en el centro donde las calles tenían afirmado de asfalto o madera y, con dos animales en las parroquias apartadas.

El Dr. Penna proyectó destacar una ambulancia en cada estación de Ferrocarril, esta actuaba como puesto de socorro ambulante y, debía comunicar telefónicamente a la Casa Central su ubicación para ser reemplazadas en caso necesario. Su rol era atender todos los casos de urgencia en las estaciones y sus inmediaciones.

El “tren General de Vehículos” de la Asistencia Pública, estaba a la orden de un jefe que a más de los capataces tenía veinticinco cocheros y cinco caballerizos a su cargo, para servicio exclusivo de la Casa Central. Además contaban con treinta y dos cocheros distribuidos en los hospitales y Casas de Socorro, con un total de setenta y nueve vehículos y ciento veinte caballos.

Esta organización fue a principios de siglo, la que permitió responder a la exigencias de posprimeros auxilios de salud, para los habitantes de un Buenos Aires cada vez más poblado.

El Hospital Muñiz se construyó en madera, para que funcionara como casa de aislamiento de enfermos contagiosos y, también en esa época, años 1887, se inaugura el Hospital Rivadavia, sustituyendo el Hospital de Mujeres.

El Hospital Escuela San Martín, nació en 1870, por una ley nacional que disponía la construcción de un nuevo hospital de hombres, para lo cual se compró el terreno entre las calles Córdoba, Junín, Paraguay y José. E. Uriburu. Se inauguró en 1882 como Hospital de Clínicas, que pasó a ser sostenido por la nación.

En 1886 se fundó el Instituto Pasteur.

La iniciativa privada contribuyó a la salud pública fundando hospitales pertenecientes a distintas colectividades residentes en el país, así surgieron:

El Hospital Francés en 1845, que fue el primero creado en la ciudad por residentes extranjeros.

El Hospital Británico, que primitivamente se llamó Hospital inglés.

El Hospital Italiano se inauguró en 1872. Estaba en la calle Bolivar e Ituzaingó. En 1901 se trasladó a su lugar actual.

Con una donación del Sr. Pedro Bárcena se construyó el Hospital Español en el año 1870.

El Hospital Alemán está en el país desde 1878.




La atención de la salud pública seguirá preocupando a las autoridades y modificándose a través del tiempo





© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

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Versión para Internet de los artículos publicados en abril, mayo y junio de 1993
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Los Terceros

Escasos son los datos que poseemos acerca del aspecto de
Buenos Aires en los albores del siglo XVI,
debemos confiar en informaciones llegadas
de los viajeros y en las huellas e indicios
que quedaron de ese tiempo.



Cuando Garay fundó la ciudad eligió la meseta limitada por la Plaza San Martín y el Parque Lezama.

Esa meseta era el paraje más seguro contra la crecida del río, tenía en sus puntos más sobresalientes veinte metros de altura sobre el nivel de las aguas y, estaba bordada en sus flancos por dos largos zanjones que con las lluvias se convertían en impetuosos arrojos.

La costa porteña es de tosca y a ella sólo podía bajarse siguiendo la desembocadura de los zanjones que surcaban la futura ciudad, constituyendo el vehículo natural de sus aguas pluviales y, que limitaron durante mucho tiempo su expansión y crecimiento urbano a causa de las dificultades que causaban a los habitantes de fuera de ellos cuando llovía, sobre todo con respecto al abastecimiento. Por eso el Retiro y el Socorro se poblaron después del oeste.

Algunas de las ondulaciones que hoy podemos observar en el suelo de Buenos Aires, fueron originadas por el cauce de esos arroyos tristemente célebres y conocidos con el nombre de “Terceros”. El origen de este nombre se debió a que así llamaba el pueblo a los recolectores de basura; paradójicamente a esos cursos de agua se arrojaban los trastos inservibles, creyendo equivocadamente, que en épocas de lluvias llegarían al río, obteniendo así solo contaminación.

Hasta el año 1870 las esquinas por donde corrían los “Terceros” tenían puentes. En 1885 don Torcuato de Alvear, primer intendente porteño, comienza a cambiar la fisonomía de la ciudad eliminando los puntes y entubando los Terceros. No obstante los días en que hay gran afluencia de agua el “Tercero del Medio”, suele protestar, ahora que está prisionero en el subsuelo de Buenos Aires, y su murmullo se percibe en el pasaje Tres Sargentos.

Los principales “Terceros”, eran: el “Zanjón Primero” o “Tercero del Sud”; El "Zanjón Segundo” o “Tercero del Medio”; y el “Zanjón de Granados” o “Gregorio o Goyo Viera” o “Tercero Manso”.

El Primero o “ Tercero del Sud”: corría desde Plaza Constitución, llegaba a la calle México recorriéndola cerca de dos cuadras, torcía su curso hacia el sud, tomando la calle Chile y desaguaba en el Zanjón del Hospital, así llamado pues en las cercanías se hallaba el Hospital San Martín, que a su vez, vertía las aguas en el río.

El curso del Tercero del Sud marcaba el inicio del arrabal al que se denominó Alto de San Pedro.

Su cauce variaba durante el recorrido en profundidad y anchura. Durante el verano era un hondo cañadón casi seco mientras que en épocas de lluvias desbordaba inundando los aledaños.

A la altura de la calle Perú y Chile fue construido un puente por orden del Virrey Vértiz para unir el norte y el sur de la ciudad en épocas de lluvias; se lo conoció como el puente de Granados por estar en tierras de propiedad de dicha familia.

El Segundo o “Tercero del Centro, o “Tercero del Medio”: se formaba en los alrededores de la plaza Congreso siguiendo en forma zigzagueante por Corrientes, libertad, Tucumán y Cerrito para formar un bañado en la Plazoleta de Viamonte y Suipacha, desde allí se seguía por el zanjón de Matorras hasta el pasaje de Tres Sargentos desaguando en el río.

En el año 1827, Santiago Wilde inauguró el Parque Argentino, un lugar de diversiones a la usanza europea, en la manzana de Viamonte, Córdoba, Uruguay y Paraná. Pero cuando llovía los concurrentes no podían llegar, así fue que combinó con don Pablo Villarino, vecino de la zona, que poseía una casa con mirador para que este colocara en el mismo dos banderas blancas y rojas cuando se podía pasar. Si estas no estaban, la concurrencia sabía que el “Tercero” no les permitía llegar. La empresa tuvo que ser abandonada al tiempo por lo difícil que era el acceso.

El Tercero Manso, o de Granados, o de Goyo, o GregorioViera: era el más extenso. Juntaba el agua de tres lagunas que se concentraban alrededor de la esquina de Saavedra y Belgrano, además de un amplio bañado en Anchorena, Corrientes, Pasteur y Córdoba. Después de una serie de vueltas seguía por detrás de la recoleta cruzando por Avenida Libertador para desaguar en el Río a la altura de la calle Austria.

Los Terceros llegaban a tener una poderosa correntada en épocas de lluvias o crecientes arrastrando lo que se interponía a su paso formando además lagunas y pantanos; era una pesadilla para el vecindario de Buenos Aires. Llegaban a generar inundaciones que la historia ciudadana no olvida, como sucedió en el año 1780 en que llovió treinta y cinco días seguidos.; fue para el mes de agosto, coincidiendo con Santa Rosa. La ciudad quedó cercada por el agua, la gente permaneció en sus casas comiendo viandas secas.

Los pantanos y hondonadas eran ya peligrosos que se debieron poner centinelas a lo largo de la actual calle Rivadavia para proteger a los eventuales transeúntes.

En la Plaza del Parque (actual Lavalle) el caudal del “Tercero del Centro” formó una laguna donde se podían cazar patos en sus nauseabundas aguas que bañaban un enorme basural que estaba donde hoy se encuentra el Teatro Colón.

De vez en cuando, los Terceros, nos sorprenden recordándonos el pasado y aparecen sorpresivamente. En septiembre de 1860 se hundió un patio en la calle Chile 370 dejando ver una galería llena de agua con los caños adyacentes ; anteriormente en 1957 en una obra en construcción en Chile 362 se descubrió un subterráneo con una curva, tenía entre cuatro y cinco metros de diámetro, construido con ladrillos antiguos. Más tarde se descubrió en Defensa 726 una galería parecida que cruzaba la calle: entraba por 727 y 747 doblando luego por Independencia, casi en ángulo recto. En 1986 estando en obras el caserón de Defensa 757, vuelve a aparecer la galería con sus paredes revestidas de ladrillos y techo en arco, de medio metro de circunferencia. Estaba relleno de escombros, hallándose objetos de mucha antigüedad: botellas de cerveza, frascos de ginebra, herraduras, trozos de porcelana inglesa y alemana, estribos y hornillos de hierro.

Estos “Terceros” que hoy parecen tan distantes, sobreviven como arroyos subterráneos entubados, que conjuntamente con el Maldonado, Vega, Cildañez, Medrano y otros llegan al Riachuelo siendo los desagües de la ciudad.


© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


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Versión para Internet del artículo publicado en Julio de 1993.



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Costanera Sur

El destino no quiere un romance

entre Buenos Aires y el río





Hasta hace no muchos años la Costanera Sur era un remedo de playa para los porteños que se cocinaban en los tórridos veranos de la ciudad. Al asomarse al murallón, el agua marón del río más ancho del mundo, tentaba al más valiente. Y, valiente había que ser –o suicida– para introducirse en esa fauna de salmonellas y otras yerbas. Pero no siempre había sido así.


Allá por 1915 se había proyectado un paseo a la vera del río escondido para los habitantes de Buenos Aires. Recién en enero de 1917 comenzaron las obras para concretar el llamado “Parque balneario”.


Para ello se ganaron terrenos al río entre las calles Belgrano y Brasil; se ejecutaron trabajos en una superficie de 60.000m2., y entre las tareas realizadas se efectuó la desviación de la red cloacal; el transporte de 12.000 m3 de tierra; amén de piedras, cascotes y ladrillos para rellenar los terrenos; se colocaron 1500m. de cañerías de riego.


Además se plantaron 800 tipas, 3200 arbustos y se sembraron 56.000 m2 de césped, distribuyéndose motivos florales y obras decorativas. Se construyeron seis canchas de tenis; una de fútbol; 300 casillas para vestuarios, delimitándose las zonas de baños para hombres y para mujeres. Se instalaron quioscos y bares de quienes entre una multitud de solicitantes, habían obtenido la concesión para explotarlos.


La construcción del espigón de 180 m. fue de vanguardia. Como dato curiosos digamos que se utilizaron rieles en desuso para armar la estructura de su plataforma de hormigón. A su terraza parquizada se la iluminó con grandes farolas y se la ornamentó con estatuas. Durante los últimos cuatro meses se trabajó sin interrupción durante día y noche.


Los vecinos de la ciudad de Buenos Aires esperaban ansiosos la inauguración de este balneario. Para ello, el 11 de diciembre de 1918, aunque el cielo cubierto amenazaba lluvia y el calor era sofocante, desde las primeras horas más de 100.000 personas arribaron por la puerta de entrada (Av. Belgrano) y la de salida (Av. Brasil). La cantidad de autos entorpecía el desplazamiento de la gente, pero no impedía la algarabía que aliviaba las molestias.


Aprovechando que la marea era excepcionalmente baja, autos descapotados circulaban por la playa transportando elegantes damas vestidas de blanco. Los que no viajaban en coche, podían hacerlo en tranvía por la prolongación del tramo que se hiciera en la AV. Ingeniero Huergo desde Belgrano a Brasil, que también se inauguró ese día; la condición de peatón no impedía que muchos de ellos, por muy elegantes que estuvieran vestidos, se sacaban los zapatos y, arremangándose los pantalones arremetían contra las olitas que parecían de un mar sereno.


Todo era caminar con entusiasmo: la ciudad progresaba. La totalidad de los sectores sociales se había dado cita en el lugar; mujeres de blanco con sombreros o cofias; los hombres de riguroso negro, tocados con galeras, o con gorras los más jóvenes y, mayoritariamente con ranchos. Se los veía luciendo camisa y corbata, con moñito o con cuello palomita.


Hasta las banderas que engalanaban la obra soportaron la lluvia que cayó de improviso. Desde las 19 horas, en que terminara el acto oficial presidido por el intendente Joaquín Llambías, el público aprovechó para zambullirse en el agua a pesar de estar vencido el horario que para ese fin habían establecido las ordenanzas: de 6 a 11 y de 15 19 horas.


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


Pasados tantos años quedan vestigios y algunas maravillas en pie que testimonian la importancia que tuvo para el habitante de Buenos Aires este regalo –casi único en su género- que el municipio diera a los vecinos para el disfrute de su tiempo libre.


Uno de ellos es la “Fuente de las Nereidas” de Lola Mora. Esta obra que la artista concibiera en 1902 como una manera de retribuir al pueblo argentino la beca que se le concediera para perfeccionarse en Europa, fue polémica desde el comienzo.


La pacatería porteña veía en sus desnudos una ofensa al pudor que le negaba el derecho ser colocada en la Plaza de Mayo, que era el emplazamiento que se le había establecido originariamente. Después de muchos cabildeos, entre los que se intentó mandar la fuente a los suburbios, en 903, se la ubicó en las inmediaciones del cruce de J.D. Perón y la Av. Leandro Alem. En 1918 fue trasladada al lugar que actualmente ocupa.


Lola Mora, anciana y demente, los días de lluvia, iba al pie de este conjunto escultórico, para secar las figuras con un pañuelito. Fue su obra preferida.


Otro monumento está en la bajada de Av. Belgrano homenajeando a don Luis Viale. Recordemos que este emprendedor italiano en 1871, naufragó viajando a Montevideo. En posesión de un salvavidas, lo cedió a una mujer embrazada porque lo consideró su deber, sabiendo que le esperaba la muerte.


Hoy su estatua sigue el destino de aquel a quien representa, pues sus bases se hunden en un pantano en el que suelen nadar vistosos patos.(1)


El arquitecto húngaro Andrés Kalnay construyó allí, en 1927 varias edificaciones que sirvieron como confiterías o quioscos. La más conocida de ellas es la “Munich”, obra de admirable estilo, colmada de esculturas, vitrales, cielorrasos decorados, frisos y pérgolas.


Allí solía reunirse “el todo Buenos Aires”, artístico y político. Contó en su época con grandes adelantos técnicos en cuanto a las intalacionesfrigoríficas que fueron las segundas en orden de importancia, luego de las utilizadas para las carnes de exportación. La cámara permitía mantener refrigerados 50.000 litros de cerveza.


Cuando decayó la afluencia de público estuvo a punto de ser demolida por la Municipalidad de Buenos Aires, pero la acción conjunta de la Sociedad Central de Arquitectos, la Asociación Amigos de la Ciudad, familiares y amigos de kalnay y, particularmente ente estos el arquitecto Rodolfo de Liechtenstein, lograron su conservación. Era un verdadero placer sentarse en las terrazas de la Munich para beber cerveza y contemplar, enfrente, el ancho río, cuando estaba cerca. (2)


El que posea un espíritu curioso, si hace una recorrida por la Costanera Sur puede descubrir en algunos ruinosos edificios los restos de esa brillante arquitectura de la que hablamos. Próximo a la fuente de Lola Mora, en una plazoleta central, se halla uno de estos edificios que se nos muestra como abrazado por dos escalinatas, y que, desde su tremendo deterioro se empeña en recordarnos que fue hermoso.(3)


No exageramos cuando decimos que el municipio le regaló a los porteños con este paseo, un verdadero lugar de esparcimiento. Baste recordar que todo divertimento allí tenía su lugar: celebraciones de carnaval, parque de diversiones mecánico, la actuación de cómicos que con los años serían célebres, bailes populares los fines de semana y, en ese río que ya no vemos, se entrenaban nadadores como Abertondo, Sepiurca y viera.


La anécdota nos recuerda que durante muchos años el Servicio Sanitario de la Costanera fue atendido por un ginecólogo, el doctor Alberto Castillo, una famosa figura del tango.


Es para destacar que en la intersección de Av. Costanera y Brasil se encuentra el Museo de Calcos, en el que se exponen permanentemente reproducciones de las mejores esculturas del mundo.


En la actualidad la fisonomía de la antigua Costanera ha cambiado radicalmente cuando los galpones de los viejos “docks” se reciclaron para suntuosos departamentos, oficinas, restaurantes, etc. Todo cinco estrellas, con palmeras y canteras con flores. El tiempo dirá que incidencia tendrán estos sobre un paseo en esencia popular.


Cuando examinamos las fotografías del día de la inauguración en aquel lejano de 1918, nos llama la atención el esfuerzo de la gente por aparecer en las imágenes.

Sabían sin saber… que estaban protagonizando un acontecimiento más que importante en la historia de la ciudad.



(1) Aclaramos que este artículo fue publicado en 1995. Hoy, esta zona está muy cambiada por imperio del avance de las construcciones de Puerto Madero. Ambas esculturas se conservan, ya no hay patos, ni laguna a los pies de Viale, sino sombras de la inmensa torre que, entre las muchas otras construcciones, lesiona el paseo popular.

(2) El río se alejó como consecuencia de la aparición de la Reserva Ecológica de la Costanera Sur, que aunque nos lo robó, es el pulmón más grande de Buenos Aires, por lo cual debe ser defendido en pro de nuestra calidad de vida

(3) Alguno de estos edificios se encuentra, hoy, restaurado, sirviendo a su función originaria, la de bar.



© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


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Publicado en junio de 1995
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Cafés de Boedo III

Yo lo trepé a Boedo
viniendo del cruce con Chiclana
¡Y era muchacho!

Mi barrio de lonjeado cielo
Del bodegón humoso y la cantina gringa
De la murra y la canzoneta nostálgica
Labriega, acaso… “la violeta”
(Julián Centeya)


La pintura que Julián Centeya (1), el “hombre gris de Buenos Aires”, así lo llamaban, hace del barrio en su poema “Boedo”, es entrañable. Él era habitante y habitué de cafés como “La Puñalada”(2), que junto con Homero Manzi y los hinchas de Huracán lo contaba entre sus parroquianos.
En la esquina sudoeste de Boedo y Rondeau, con sus paredes pintadas de azul, este reducto que también se llamó Café de la Paz y Huracán, cuenta con anécdotas innumerables, como la de aquel día en que se suspendió el sorteo de la lotería, dándole a los presentes la excusa para fabricar una ruleta con el ventilador al que ponían en movimiento; al desenchufarlo ganaba el número que quedaba en la hora doce.
Su nombre, según se dice, de debió a un hecho de sangre por polleras (3).
En la actualidad ese local se llama “Gran Sur” y, se habla de un proyecto para rebautizarlo con el nombre de Julián Centeya.

Y si trepamos… “Boedo desde el cruce con Chiclana…” (Julián Centeya)

En la propuesta del poeta, sólo encontraremos algunos de aquellos viejos cafés remozados para esta época como por ejemplo: en la esquina de Inclán un moderno restaurante reemplaza a la antigua vinería “La Tacita”, donde el vino de Bordalesa era servido en tazas de loza blanca.

Al llegar a Boedo 857 faltará la famosa cervecería “Munich”, en ese lugar, desde un elevado palco las victroleras, con ojos soñadores y movimientos gentiles, daban cuerda a la victrola mientras cambiaban sonrisas con los hombres sentados estratégicamente en el salón.
Allí Azucena Maizani asombraba con su voz de tiple y sus ropas masculinas, audaces para la época.
En la esquina de San Ignacio ya no está “El Trianón”. En su lugar nació el café “Margot”, plasmado con magia parisina en el Buenos Aires al sur, ilusión que movilizó a nuestros poetas de antaño y nos sigue emocionando a los porteños de siempre.


© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna
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Versión para Internet de los artículos publicados en octubre, noviembre y diciembre de 1993
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Cafés de Boedo II

La literatura y el arte boedense se acunaron en sus cafés.
Trascendido el límite barrial, ganaron luego un merecido
espacio en el “Olimpo” cultural porteño.


Allá por 1930, a lo largo de seis cuadras, que van por Av. Boedo desde México a Independencia, existían 68 locales donde funcionaban cafés, despachos de bebidas, bares automáticos y confiterías; todos ellos muy concurridos.

Los cafés que eran el lugar de reunión preferido por los artistas y poetas, fueron testigos en muchas ocasiones del drama del autor incomprendido y, de las telas ya jadas de algún pintor sin sala para exponer. Inspirado en esa realidad, González Castillo, el gran dramaturgo y alma solidaria, fundó la “Peña Pacha Camac” en la terraza del “Café Biarritz”, de Boedo 868, el único ubicado en la vereda este de la Avenida. Tenía mesas en la acera y amalgamaba un abanico de parroquianos que iba desde el político al quinielero. Pasando por el poeta, el tanguero, estudiantes que nunca dejaron de serlo, médicos, periodistas, abogados y, otro que otro excéntrico mtemático.

Al amparo de la peña, la cultura encontró el camino para llegar al hombre común; se organizaban exposiciones, conciertos, funciones de teatro, todo con entrada gratuita. Un golpe de la Municipalidad acabó con sueños y concreciones en 24 horas. Ese fue el lapso que se le dio a la Pacha Camac para desalojar la terraza, cuanden1938 la comuna compró el predio para ampliar el entonces Banco municipal.

El “japonés”, propiedad del Sr. Jamahata en Carlos Calvo y Boedo, era un baluarte libertario; reducto exclusivo de los hinchas de “Huracán” y, lugar de reunión de la gente de Editorial “Claridad”. Por su mesa pasó la bohemia de Barletta, Yunque, Tiempo, Castelnuovo y muchos otros que en aquel 1923, premiados en el concurso de escritores jóvenes organizado por el diario “La Montaña”, formaron el “Grupo de Boedo”.

No podemos olvidarnos de aquel muchacho sin trabajo, del jugador de todos los juegos y, del infaltable cantor. Figuras típicas de las noches de café.


© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.
Versión para Internet de los artículos publicados en septiembre de 1993
*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog

Cafés de Boedo I


Cuando Boedo era solo un camino recorrido por tropas y carretas que cruzaban alfalfares, quintas, tambos y hornos de ladrillo, las diversiones y el descanso se emparentaban con el hombre de a caballo.

Había por esta zona pulperías como la de Gades, situada en Chiclana y Loria, que tenía canchas de bochas, donde se armaban riñas de gallos y reunión para copas y baraja.

Con la inmigración a esa pampa le nacieron desperdigadas casitas y almacenes esquineros con despacho de bebidas, donde destacaba el estaño.

El tiempo pasó y esos “despachos de bebidas” fueron la cédula madre de los cafés de Boedo, lugar de encuentro para la generación de poetas, escritores, pintores, escultores, políticos, futbolistas e inefables filósofos cotidianos que recorrían las calles del barrio en la década del treinta.

Hubo también, a cielo abierto, glorietas donde se bebía cerveza y podía escucharse a guitarreros, cantares y payadores. “La Aulita”, estaba en Boedo y Carlos Calvo, “La traición” por Colombres y Carlos Calvo. Era época de caudillaje político y solían armarse grescas fenomenales.

Rememorando a Jorge Luis Borges en “La poesía en Buenos Aires”: “Solía concurrir a las largas y apartadas tertulias para ver y escuchar a tipos de la orilla. Andaba por glorietas, recreos y demás lugares de concurrencia de esa clase de payadores y cantores”.

Son pocos los viejos cafés que quedan aún en pie, recordándonos un Buenos Aires distinto.

El café “Homero Manzi”, situado en la esquina Noroeste de San Juan y Boedo. En 1927 se lo conocía como “El Aeroplano”, quizás porque allí nació el vals de Pedro Data, o por el dibujo de un aeroplano en una de sus paredes.

La mitología popular cuenta que en una de sus mesas pegada a la ventana que mira a la Avenida San Juan, Homero Manzi escribió la letra del tango “Sur”. También se dice que entre otros muchos parroquianos, paraba el anarquista Severino Di Giovani.

Con los sucesivos cambios de dueño se llamó en 1937, “Nippon”, en 1948 “Canadian”, hasta llegar al actual y justo nombre.

El café Dante, situado en Boedo 745, era el lugar de reunión de futbolistas y futboleros, todos simpatizantes de San Lorenzo, tal es así que tenía luces azules y rojas que se encendían cuando “El Ciclón”(1) ganaba. Sus jugadores pasaban por el café después de los partidos, donde los esperaba la muchachada del barrio.

En sus mesas sesionó “La República de Boedo” y, también, nació allí de la mano de José González Castillo, la Peña Pacha Camac.

El café “Gran Boedo” estaba en Boedo 819, en su salón se escuchaba música interpretada por orquestas de señoritas, recordamos “La Internacional”, dirigida por Amelia Cruz, y su vocalista Magdalena del Solar.

Este café compartía el local con el teatro América, donde el género era el “Varieté”, precursor de la clásica Revista Porteña.


© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna
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